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miércoles, 21 de julio de 2010

Un domingo cualquiera

Como cualquier domingo, me levanté un poco más tarde que de costumbre. Eso tienen los domingos... cambian la rutina de una u otra mañana.  Desayuné con la familia, me fui a hacer las tareas de la casa, limpiar un poco, recoger el desorden que las carreras de la mañana causan. A mitad de la mañana un descanso, un poco de juego y esperar el almuerzo. Los domingos la casa se pone alegre, ya no somos sólo nosotros, generalmente nos acompañan los abuelos, los tíos, tías y primos.  Suficientes patojos para armar la chamusca, para jugar a las escondida, al chiviricuarta.  Los domingos, definitivamente, son alegres. Y éste al igual que otros, fue así.  Estuvimos todos, y se siente como si fuera fiesta. Mi mamá se queja, porque le dejan la cocina solo a ella, y entonces se pone de mal humor... no importa, al menos yo me escapo y no oigo sus reclamos. Mis pobres hermanas, sin embargo...  a ellas si les toca si no logran escaparse a tiempo. 
Hoy los primos y primas se fueron tarde, para cuando se fueron ya era hora de arreglar las cosas para la escuela mañana. La verdad estaba cansado y solo pensaba en descansar. A las 7 de la noche tocan a la puerta de la casa, mi padre sale a abrir. Se oyen disparos, gente que corre por la casa y dispara donde sea. Siento algo húmedo en mi pecho, en mi cara. El cansancio me golpea de pronto, cierro los ojos y me meto en una oscuridad profunda. Siento a mis hermanas y a mi madre a mi lado, pero no las veo ni las oigo. No entiendo que está pasando, hasta que pasado un tiempo me veo tendido en el piso de la casa, junto a mis hermanas Adriana, Esmeralda y Abrigal. Un poco más allá yace mi mamá y á mi papá no logro verlo. Oigo el llanto de mi hermanito de 3 meses, y veo que sangra de sus piernitas. Quisiera abrazarlo y besarlo pero no puedo... entonces entiendo... ¡todos, menos él, estamos muertos!. Me llamó Héctor, y tan solo tenía 14 años, cuando este domingo, 18 de julio de 2010, fui vilmente asesinado.
Eso que leen arriba podría ser la crónica de un niño asesinado en una masacre que cobró la vida de 7 miembros de una familia en la periferia de la ciudad de Guatemala.  Fue una de varias historias que se escribieron en un día domingo, 18 de julio, terriblemente violento.  Las estadísticas nos dicen que murieron 60 personas solo ese día. El lunes se sumaron otros tantos muertos y hoy, ya no quiero ni siquiera hacer el recuento.  Me pregunto sincera y muy angustiadamente: ¿tendrá solución el país nuestro? Disculpen el pesimismo, pero si las cosas siguen como van, la respuesta es no, no lo tiene. Creo que se necesita despertar la conciencia de la gente buena que tiene este país, movilizarla y pegarle un estirón para que de verdad, y como decía un eslogan de campaña, se sepa que en Guatemala, los buenos somos más.
Me preocupa que este país no tiene visión de si mismo: somos incapaces de sentarnos a discutir el modelo de país que queremos y el sacrificio que construirlo significa para todos y todas. Nos hace falta entender que construir nuestro propio modelo de desarrollo requiere de aceptar que, negociando, tendremos que ceder algunos de nuestros intereses. Nos hace falta vernos hacia dentro, con ojo crítico, con mano firme y con el corazón dispuesto. Mientras no lo hagamos, mientras sigamos escondidos y paralizados por el miedo, seguiremos siendo carnada y bala de cañón para los traficantes de la muerte, los narcotraficantes y las maras.
Debemos entender que poner un alto a la violencia no sólo puede ser responsabilidad del gobierno. Es una tarea demasiado titánica como para dejarlo en manos de inexpertos, de improvisaciones.  Detener la violencia requiere que todos y todas trabajemos en generar y recuperar valores perdidos, en revalorizar la vida, que en Guatemala no vale nada. Detener la violencia significa estar dispuesto y dispuesta a denunciar al asesino, al narcotraficante, al violador y al corrupto, no importa si es mi hermano, mi padre, mi cuñado o un amigo. Detener la violencia significa aceptar que no podemos dejar que proliferen las armas como ahora lo hacen. Basta con recorrer la doce avenida de la zona 5 y ver como desde antes de las 6 de la mañana hay colas interminables de gente tramitando permisos para portar armas. Me pregunto, ¿para usarlas contra quien las quieren? Es mentira que una pistola detiene al delincuente, al asesino. A diario se oyen, se leen y se miran historias de personas asesinadas que portaban arma y nunca tuvieron la oportunidad de usarla.
Me preocupa que la muerte ya vive entre nosotros a causa de nuestra indiferencia, a causa de tantos asesinatos, que nos hemos vuelto insensibles ante ellos. Nadie comenta las masacres del domingo 18. Nadie comenta la impasibilidad de las fuerzas de seguridad ante al asesinato de mujeres, pilotos del transporte urbano, de jóvenes como Héctor, Adriana, Esmeralda y Abrigal.  La indiferencia tiene su precio, y por lo que hemos visto, es la muerte violenta en cualquier calle, esquina, bus o en tu misma casa ¿Estamos dispuestos a pagar el precio? De verdad es hora de despertar de este letargo. 
Cuando las masacres, las desapariciones y los asesinatos selectivos se hicieron insoportables durante el enfrentamiento armado, como sociedad fuimos capaces de organizarnos, movilizar la solidaridad interna y externa y forzar a que la barbarie parara. pero de 1996 a la fecha han muerto tantas personas que corremos el riesgo de sobrepasar las cifras de muertos y desaparecidos en los 36 años del enfrentamiento armado. Y la organización para detener eso no aparece por ningún lado. La sociedad civil está totalmente fragmentada, atomizada y polarizada. No encontramos el rumbo, perdimos el norte y extraviamos la brújula.  Y los que se benefician del caos, se deleitan con nuestra incapacidad de articularnos y de levantarnos como una sola marea que, en su oleaje, los arrincone y atrape.
Yo de verdad ya no quiero más Héctor, Adriana, Esmeralda y Abrigal. Yo ya no quiero más Sulma, Sergio y Melvin, tres menores de edad heridos con arma de fuego en otra masacre en San Benito, el Petén. Creo que es hora de formar un Frente Nacional contra la Violencia, al estilo del Frente Nacional contra la Represión de la década de 1970, de salir a las calles, de alzar el puño con un clavel en la mano, demandando la vida, demandando la calma.  Es hora que dirigentes empresariales, sindicales, campesinos y sociales dejen por un lado sus luchas banales por intereses mezquinos y encaren la responsabilidad que el liderazgo conlleva. Es hora, Guatemala, de escuchar las voces de nuestros antepasados mayas y hacer lo que a gritos nos piden: "Que todos se levanten, que se llame a todos, que no haya un grupo, ni dos grupos de entre nosotros que se quede atrás de los demás"


Los dejo con un vídeo que nos llama a la reflexión, que nos pide esa unión...


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