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jueves, 20 de mayo de 2010

Rendir Tributo

Llevaba meses pensando hacerlo. Sabía que no era fácil, que irse era una cosa, pero llegar era otra. Conocía de historias de gente que se había ido y no había logrado llegar, pero por difícil que sean esas historias no le queda de otra.  Lo que gana como jornalero no alcanza, el trabajo se acaba y entonces hay que ver de que se vive. El viaje es caro, complicado e inseguro. Pero es mejor que ver morir a los hijos porque no tienen que comer, porque se enferman y no hay como llevarlos al médico. Sabe que será difícil estar sin ellos, dejarlos por un tiempo, pero siente que debe hacer algo para conseguir trabajo y mejorar la vida de ellos. Es que de eso se trata: no de él, sino de ellos.
Conseguir al coyote no fue difícil: allí en el pueblo todos lo conocen, su casa es la más grande y bonita de todas. Sabe que no es buena gente, que maltrata a quienes se lleva del otro lado de la frontera. Ha escuchado historias de cómo le gusta llevar niñas jóvenes, y que les quita lo que llevan y a cambio de llevarlas a donde quieren, las termina violando. También ha oído que cuando la migra en México lo agarra, las negocia a ellas para que lo dejen ir junto con los demás.  Todo eso lo sabe, pero siente que no le queda de otra.  Aquí nadie se preocupa porque sus hijos no comen, porque en vez de estar en a escuela están picando piedra. Si se enferman, tienen suerte si no mueren. Ya enterró a tres de ellos, no quiere enterrar a los demás. Y por eso se va, porque los quiere.
Así comienza la historia de miles de migrantes que buscan llegar a los Estados Unidos. Saben los riesgos que se corren, empeñan lo poco que tienen y empeñan la vida y el alma con tal de llegar y buscar trabajo, ganar unos dólares y enviarlos de vuelta a casa, para ver si así la familia sale adelante.  Se arriesgan a morir cruzando el río, a ser arrollados por el tren mientras se suben a él en marcha. Se arriesgan a morir deshidratados en el desierto, a nunca más volver con vida a esta tierra donde su nana enterró el ombligo.  Si logran llegar pasan penas y pobreza mientras consiguen que alguien los contrate y les paguen por debajo del salario mínimo y haciendo trabajos que ningún ciudadano de allá está dispuesto a hacer. Por eso da cólera el discurso ese que los inmigrantes llegan a quitarle el trabajo a la gente de allá.  La realidad es que llegan a hacer lo que nadie más está dispuesto a hacer. 21 millones de personas residen ilegalmente en Estados Unidos. Ninguno de ellos es banquero, comerciante o político.  Se dedican a trabajar en casas, fábricas y fincas. Trabajan de sol a sol, sin ninguna prestación laboral y siempre a las escondidas. Les descuentan de su pago los impuestos federales y estatales, pero no tienen derecho de enviar sus hijos a las escuelas o ser atendidos en los hospitales. Duermen y comen donde pueden. Y al final de mes, envían la remesa a casa, perdiendo el cobro que les hacen quienes transfieren el dinero.  Se quedan con lo mínimo, y mes a mes repiten la rutina.
Y en cuanto pueden, y luego de largos años de trabajo, si tienen suerte, regresan a su pueblo a morir en la casa que sus hijos construyeron con el dinero que ellos enviaron.  Y mueren en paz, sabiendo que lo que sufrieron valió la pena, no por ellos, sino por los que se quedaron.  Otros, los más afortunados, conseguirán quedarse, llevarse a la familia y rehacer su vida allá. Pero son los menos y vivirán siempre con el temor de ser deportados. Y allá, los desprecian, discriminan y criminalizan.  Y nuestros gobiernos son incapaces de oponerse a la ignominia. Sólo Brasil y Bolivia han tenido el valor de establecer leyes de reciprocidad: como son tratados tratan a los ciudadanos de esos países, pero más humano. No deportan a la gente amarrados como animales o criminales. No los encierran en prisiones ni separan a padres de hijos. Respetan la dignidad humana, pero defienden la dignidad de la patria.
Y en Guatemala celebramos la muerte de dos connacionales porque fueron héroes en patria ajena: Hugo Tale Yax muere defendiendo a una mujer que estaba siendo asaltada. El vídeo de su muerte da la vuelta al mundo y estremece verlo tirado en la calle, desangrándose, mientras la indiferencia lo acompaña.  José Rosales muere intentando proteger a la familia que le había dado trabajo. Sin duda son héroes, eso no lo niego. Pero su muerte debe conmemorarse rindiéndoles el mejor tributo que puede hacerse: cuidando de sus familias, becando a sus hijos, garantizando que aquello por lo que ellos emigraron rinda el fruto que ellos esperaban. No dejándolos en el olvido.  El gobierno de Guatemala tiene la obligación legal y moral de velar por el futuro de sus  hijos, de garantizar que su muerte no sea en vano.
Barrak Obama, el Presidente de Estados Unidos, ha ofrecido impulsar una reforma migratoria que permita a 21 millones de personas legalizar su situación en Estados Unidos. América Latina debe cerrar filas y exigir que esa reforma migratoria pase sin penalizar ni criminalizar a quienes sólo partieron con la esperanza de mejorar sus vidas. Y Estados Unidos necesita aprender a ver el sur como un aliado y no como una amenaza a la seguridad interna. Cuando nos vean como socios, cuando entiendan que no es extrayendo las riquezas sino promoviendo el desarrollo que la migración dejará de ser necesaria, entonces encontrarán razones para repudiar leyes irracionales, inmorales e ilegítimas como la ley SB1070 que hoy aisla a Arizona.

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