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lunes, 19 de julio de 2010

Sociedad Agonizante

Guatemala está pasando por una encrucijada, y pareciera ser que en ese cruce de destinos se pierde en el rumbo y transita por caminos peligrosos y perversos.  A diario se lee la muerte de personas por armas de fuego; los índices de criminalidad están en lo más alto; el temor se siente en las miradas, se notan las angustias... y mientras tanto, el Presidente de la República, aquel que debe ser fuente generador de confianzas, nos advierte que, ante la ola de asesinatos, ataques armados y granadas lanzadas a buses urbanos, debemos aguantarnos.  Y entonces me pregunto, ¿de verdad nos queda algo de esperanza para asirnos en este océano de incertidumbres? ¿o será que ahora si, y sin remedio, somos ya un Estado Fallido y cómo dijo Carlos Castresana, un enfermo en agonía? 
El sociólogo estadounidense Noam Chomsky define un Estado Fallido como aquel incapaz de proteger a sus ciudadanos y ciudadanas de la violencia porque destacan otros asuntos prioritarios y de interés para los grupos dominantes. Otras definiciones hablan de un Estado Fallido cuando quienes ejercen el poder legal del Estado, pierden el monopolio de la fuerza y el control total o parcial del territorio en el que gobiernan.  Curiosamente ambas definiciones se aplican adecuadamente a Guatemala: la violencia se mide por el número de asesinatos, secuestros, violaciones y demás delitos que no solamente quedan impunes, sino que además, alcanzan cifras alarmantes: mientras que en España se producen 3 muertes violentas por cada 100,000 habitantes, aquí se producen 60 muertes violentas por cada 100,000 habitantes. Y mientras que en Colombia y México se lucha por recuperar territorios controlados por el narcotráfico, en Guatemala, cual naranja exprimida por ambos extremos, se pierden corredores estratégicos que son utilizados para transportar, almacenar y hasta distribuir el 80% de la cocaína que se produce en América Latina. En el año 2008, informes oficiales indican que el 40% de los 6,200 asesinatos que se produjeron tenían relación directa con el tráfico de drogas y sin embargo, no se logró una sola condena al respecto.
Y creo que parte del problema es que no terminamos de aceptar que Guatemala es un Estado Fallido no de ahora, sino desde hace más de 50 años. Si, leen bien, y para quienes piensen que estoy delirando o inventando, hagamos un poco de historia:  con la caída de Jorge Ubico, Guatemala tuvo la oportunidad histórica de construir una nueva dinámica social, económica y política. La revolución de 1944 intentó sembrar las bases de un modelo de desarrollo basado en la reducción de desigualdades, pero eminentemente capitalista. Así, la reforma agraria impulsada no buscaba más que lograr un proceso de ampliación del capital, a través del otorgamiento de parcelas a pequeños productores y crédito acompañado de asistencia técnica que permitiera desarrollar un modelo agroexportador diversificado.  Se invirtió en educación y se desarrollaron modelos alternativos para la enseñanza primaria y secundaria; se reconoció la importancia de la salud y se desarrolló un sistema de seguridad social avanzado para la época.  Pero todo ello amenazaba al Status Quo económico de la época, dominado por una oligarquía criolla de pensamiento colonial y transnacionales que controlaban no solo la producción, sino los sistemas financieros, de comunicaciones y de transporte de mercancías. Y entonces intervienieron con el apoyo de la CIA, derrocan el segundo gobierno de la revolución, revierten los logros de ésta e inician la conformación de un Estado Delincuente (y no, no me estoy inventando ese término: Un Estado Delincuente se define como aquel que pasa por sobre su misma institucionalidad, por encima de su orden constitucional y que comienza a gobernar en total desprecio a las instituciones públicas y privadas en beneficio de una minoría)
Y eso le pasó al Estado de Guatemala: con el triunfo del movimiento de liberación nacional, con el surgimiento de la oposición armada y con el crecimiento del descontento social, los gobiernos militares fueron desatando una campaña contrainsurgente que, para que funcionara, necesitaba de una débil institucionalidad jurídica y política. Se manipularon leyes, se obvió el debido proceso, sustituyendolo primero con el asesinato selectivo y luego con desapariciones y masacres a gran escala; se generó un congreso sin oposición o con una oposición debilitada y coaccionada, y se militarizó la fuerza civil. El Estado se organizó ya no para defender al ciudadano, sino para controlarlo y combatirlo, si sus ideas eran desafectas al régimen de turno.
Y con la llegada de la apertura democrática de 1985, poco cambió en términos de las estructuras clandestinas generadas durante la guerra contrainsurgente: para empezar, el conflicto armado aún persistía y, aunque civiles gobernaban formalmente, el poder decisorio sobre temas considerados de "seguridad nacional" se mantuvo en manos del ejército. Con la firma de los Acuerdos de Paz, si bien el ejército pierde cierta influencia y la lucha por los derechos humanos gana terreno, los cuerpos ilegales y aparatos clandestinos generados como fuerzas contrainsurgentes clandestinas, se salen del control institucional o trasladan el control a otras esferas y comienzan a expandirse en el campo del crimen organizado: se convierten en bandas que van desde el secuestro, asalto a agencias bancarias, hasta el tráfico y trata de personas, robo de carros y narcotráfico.  Por otro lado, la institucionalidad debilitada heredada por los gobiernos civiles de los militares, termina de ser desmantelada o, en el mejor de los casos reducida a su mínima expresión gracias a políticas económicas de corte neo liberal, lo que imposibilita articular una política de seguridad orientada al resguardo de la vida, de la integridad y del control territorial necesarios para el funcionamiento adecuado del Estado.
Y así llegamos a nuestros días: hoy por hoy somos un país con un gobierno sin políticas de desarrollo económico, social o de seguridad ciudadana. Somos, como bien lo señala el informe de Fund for Peace en su revista Foreign Policy, un Estado en Alto Riesgo.Si bien aún se niegan a catalogarnos como Estado Fallido, si advierten que, de no revertirse ciertos indicadores de ingobernabilidad, el riesgo de caer en esa categoría es alto.  Y sinceramente me pregunto: ¿estamos realmente interesados como ciudadanos y ciudadanas de este país en rescatar la institucionalidad democrática? Creo sinceramente que los esfuerzos son aislados y coyunturales, que aún como sociedad somos incapaces de sentarnos a construir una visión común de país, como en su momento si lo hicieron los países más desarrollados.
Aquí seguimos pensando en términos egoístas y poco solidarios. Privatizamos la educación, la salud y la seguridad ciudadana y al hacerlo excluimos a la gran mayoría de ciudadanos y ciudadanas, porque paralelo a ello nos negamos a mejorar los ingresos de las grandes mayorías. Tenemos un modelo económico concentrador de la riqueza en unos pocos y una ausencia total de mecanismos efectivos de redistribución de la misma.  Dejamos que delincuentes disfrazados de políticos se sienten desde el Congreso hasta la Corte Suprema de Justicia y en los pueblos y ciudades se conoce quienes son los sicarios, los narcotraficantes y los extorsionistas, pero guardamos silencio, ya sea por miedo o porque de alguna manera nos beneficiamos. Ante esa realidad afirmo: no solo somos un Estado Fallido, somos una sociedad agonizante...

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